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P. Neptalí

6 min

EL DOBLE MANDAMIENTO DEL AMOR

Amar a Dios y al prójimo, las dos caras de una misma moneda que identifica al cristiano.

Hoy leeremos el Evangelio de san Marcos donde nos dice:

“En aquel tiempo un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?» Jesús respondió: «el primero es: escucha Israel: el Señor nuestro Dios, es el único Señor y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.

            El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.  No hay mandamiento mayor que éstos».  El escriba le replicó: «muy bien Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno sólo y no hay otro fuera de Él y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo su ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

            Jesús viendo que había respondido sensatamente le dijo: «no estás lejos del Reino de Dios y nadie se atrevió a hacerle más preguntas»”.

(Mc 12, 28-34)

EL MANDAMIENTO MÁS GRANDE

La enseñanza del Señor, como vemos sobre el mandamiento más grande del amor, un mandamiento del amor que es doble: amar a Dios y amar al prójimo.  El Señor, ante la pregunta de aquella persona, -que se ve que se la hace con rectitud de intención- (no como otros que venían al Señor para probarle, para tenderle una trampa), se ve por la alabanza que el Señor le da al final a esta persona que no está lejos del Reino de Dios.

Son palabras que el Señor cita del Antiguo Testamento, del libro del Deuteronomio, donde leemos:

“Las palabras que Yo te mando, hoy estarán en tu corazón, esa de amarás al Señor sobre todas las cosas, se las repetirás a tus hijos, hablarás de ellas estando en casa, yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo y serán en tu frente una señal, las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales”.

(Dt 6, 6-9)

(Son costumbres que todavía algunos judíos piadosos hacen).

JESÚS NOS INSTRUYE CON PACIENCIA

El doctor de la ley que hace la pregunta muestra esa actitud leal ante Jesucristo, porque busca sinceramente la verdad.  Ha quedado impresionado, quizás, de la enseñanza del Señor en otros aspectos y se acerca con deseo de conocer mejor esas enseñanzas del Maestro.

Una pregunta, ciertamente, acertada y por eso el Señor, con paciencia, instruye a este hombre y, con él, a todos nosotros.  Pero Jesús no sólo ve el personaje que se les acerca, solamente a un escriba, sino un alma que busca precisamente esto, que es la verdad y por eso, esa enseñanza del Señor penetra en su corazón, como penetra en el tuyo y en el mío.

Por eso que el hombre la repite que, ciertamente es así, ese amor que el Señor nos manda, que no es un mandato en el fondo, es un don de Dios, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar.  De forma que, así como una semilla, pueda germinar dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.

QUERER SIEMPRE EL BIEN

Amor a Dios y amor al prójimo, son como dos caras de la misma moneda y eso lo sabemos, lo hemos experimentado, al menos, lo hemos visto más o menos: el amor de Dios echa raíces en una persona, raíces profundas.  Esa persona es capaz de amar también -digamos así-, no lo merece, como precisamente hace Dios contigo y conmigo.

El padre y la madre, los buenos padres, no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen, sino que los aman porque son sus hijos, los aman siempre.  Aunque, naturalmente, les señalarán cuando se equivocan.

De Dios aprendemos eso: a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal.  Aprender a mirar a otro, no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo; mirar y querer a los demás como Dios los mira y los quiere.

AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO

APOSTOLADO

Una mirada que parte del corazón, que no se queda en la superficie, que va más allá de las apariencias, logra ver, percibir, captar las esperanzas más profundas del otro, la esperanza de ser escuchado, de prestarle una atención, una palabra de cariño…

También se da al sentido inverso, que abriéndose al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios.  A sentir que Él existe, que es bueno.  Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables; se encuentran -vamos a decir- en una relación recíproca.

Nuestro Señor Jesucristo no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló en el fondo que son un único mandamiento.  Ya existía la ley y lo hizo no sólo con palabras sino, sobretodo, con Su testimonio, con Su ejemplo, con Su Persona, con todo Su misterio que encarna esa unidad del amor a Dios y al prójimo como los dos brazos en la Cruz: el vertical y el horizontal -como le gusta decir a algunos padres de la Iglesia-.

LA EUCARISTÍA

Y en la Eucaristía, Él nos dona este doble amor, dándose Él mismo a fin de que nos alimentemos con ese Pan Eucarístico y nos amemos los unos a los otros, como Él nos amó.

Virtud de la caridad, que además es como el distintivo del cristiano.

“La señal por la que reconocerán que son mis discípulos, si se aman unos a otros”,

(Jn 13, 35)

nos dijo el Señor.

La caridad es lo que más nos asemeja a Dios a través de la Misericordia Divina.  Acercar a los amigos a Dios es como la mejor muestra de caridad, como sabemos.  Un mandamiento que, por ser el primero, señala un deber derivado de que somos personas y, si Dios ha establecido este mandamiento como el principal y el primero, es porque  nos ha creado para amar.

SI NO TENGO AMOR…

¿Qué sería de nosotros si no amáramos? ¿Para qué sirve y para quién existo si no tengo amor? Y, además, jugamos con ventaja, porque la caridad es una virtud teologal que da Dios.  Dios pone en nuestro corazón aquel amor con el cual nosotros deberíamos amarlo a Él.

Ahora que tenemos pocas excusas para no practicar la caridad y,

“si no tengo caridad”,

ya lo decía san Pablo,

“estaríamos como un címbalo que retiñe”,(1Cor 13, 1)

seríamos nada; las obras buenas quedan vacías.

Nos hace saber llevar un poco la oración, las consecuencias de la falta de amor, los efectos del pesimismo, de la indiferencia, del rencor, de la venganza, de los crímenes que se han cometido a lo largo de la historia de la humanidad (¡tremendo!) y, por el contrario, sabemos que la caridad salva, redime, eleva, purifica; incluso nos llega a dar una visión más profunda y amplia de la realidad.

TODO SE ALCANZA A TRAVÉS DEL AMOR

Salva, porque al haber nacido para amar y para ser amado, todo el bien que deseamos se alcanza a través del amor que se da y del que se recibe.  Una caridad que tiene que ser activa, no puede ser pasiva (evidentemente).

San Pablo lo dejó grabado para los cristianos de todos los tiempos, dándonos la característica de la caridad: debe ser paciente, servicial, no ambiciosa, no busca su propio interés, no se irrita, no piensa mal, no se alegra de la injusticia, se complace con la verdad, no es envidiosa, es humilde…

Además, la caridad no acaba jamás, es lo único que puede traspasar la frontera de la muerte, cuando esa caridad será plena y perfecta al alcanzar, por la Misericordia de Dios, la visión beatificante.

Vamos a pedirle a nuestra Madre, Santa María, que nos ayude a ti, a mí y a todos los cristianos, hacer de este mundo un poco más vivible a través de la virtud de la caridad.


Citas Utilizadas

Os 14, 2-10

Sal 80

Mc 12, 28b-34

Dt 6, 6-9

Jn 13, 35

1Cor 13, 1

Reflexiones

Jesús, ayúdame con la caridad, que sea paciente, servicial, que no busque mi propio interés, que no sea ambiciosa y no me alegre de la injusticia.

Predicado por:

P. Neptalí

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