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P. Ricardo

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LA PAZ Y LA GUERRA

San Pablo, como los otros apóstoles, dedicaron todas sus fuerzas para predicar el Evangelio. Pablo es apedreado en una ocasión, pero no se detiene, se levanta y sigue su camino.
A cada uno de nosotros nos toca seguir con esa misión, allí donde estemos. Para eso, es importante que sigamos las huellas de Cristo.

            La semana pasada leyendo una noticia de un diario católico, aparecía allí en el titular, que unas personas habían lapidado y quemado viva a una joven cristiana, acusada de ofender al profeta Mahoma.

            Es una noticia de algo que ocurrió en Nigeria, un hecho real lastimosamente.  Acusaron a esta joven por un supuesto audio de WhatsApp donde hablaba mal de este profeta, Mahoma.

            Así que una turba de personas decidió hacer justicia por esos supuestos insultos quitándole la vida.

            “Aprovechamos Señor para rezar por el alma de esta joven que se llamaba Deborah y también por esas personas que han actuado de ese modo tan terrible”.

            Pensaba en esa noticia al leer las lecturas de la misa de hoy, que solemos utilizar para hacer nuestro rato de oración contigo.

SAN PABLO

paz

          En la primera lectura, que es la de los Hechos de los apóstoles, nos cuentan cómo cuando Pablo llega a una ciudad, los judíos convencen a la gente para que lo apedreen.

Lo arrastran fuera de la ciudad pensando que ya está muerto, porque se habían creado estos celos, estas desavenencias, esas envidias, hasta el punto de querer matarlo.

Sin embargo, Pablo, gracias a Dios, no muere, se recupera y luego se dirige junto con Bernabé a otras ciudades, a otras iglesias, para seguir predicando.

Es realmente ejemplar lo que hace Pablo.  Sabe cuál es su misión, sabe que no puede detenerse.  “No puede no hablar de Ti Señor, de Ti Jesús”; eso es una primera enseñanza.

Tal vez tú y yo no estamos en la misma situación que la de Pablo y Dios quiera que no nos encontremos en una situación como la de esta joven cristiana que fue quemada viva, pero sí tenemos esa misma misión de anunciar a Jesucristo.

Cada uno de nosotros ve cuáles son los medios que tiene, donde se encuentra, donde vivimos, donde trabajamos, donde estudiamos…

Tú y yo debemos -como decía san Josemaría Escrivá de Balaguer-

“ser otros Cristos, el mismo Cristo”.

            “Señor, te lo preguntamos ahora en nuestro rato de oración: ¿Cómo podemos hacer esto? ¿Cómo podemos ser como Tú?”

            Tal vez este ideal de vida sea muy difícil o nos parezca imposible porque vemos que Jesús es perfecto, perfecto Dios, perfecto Hombre y entonces decimos: “yo no puedo ser como Jesús si yo tengo tantas miserias, defectos o, simplemente, soy humano y no puedo ser como Él”.

            En parte tenemos razón, porque Jesucristo es verdaderamente Dios y verdaderamente Hombre.

            Es en esto último de donde, tal vez, tenemos que agarrarnos, porque nuestro Señor, por supuesto, se ha hecho Hombre para salvarnos, para morir en la Cruz y resucitar.

            Es lo que Pablo anuncia, es lo que los apóstoles hacen y que les cuesta luego la vida y, al mismo tiempo, vemos que Jesucristo al hacerse Hombre nos da ejemplo de lo que es ser hijos de Dios.

            Cada uno de nosotros, como varón, como mujer, estamos llamados a vivir la vida de Cristo.

¿QUÉ COSAS PODEMOS VER EN LA VIDA DE CRISTO?

            En primer lugar, que Jesucristo trabajaba.  Eso es muy bonito y también algo que le gustaba contemplar a san Josemaría: esos años de vida oculta en los que Jesús se ganó el pan de cada día con el sudor de su frente, trabajando como artesano.

            Y así lo conocen, como el Hijo del artesano o el Artesano.

Quiso vivir una vida corriente, no esperó a revelarse al mundo, a empezar su Ministerio público, predicar, hacer milagros, dedicándose únicamente a la meditación, retirándose durante treinta años al desierto viviendo escondido en una especie de trance.

            No, no, vivió en Nazaret trabajando, viviendo también una vida de familia, con su familia, con una madre, con un padre que lo querían muchísimo y, sobre todo, que Él los quería tanto con ese corazón de carne como el nuestro.

            Un corazón de carne (no únicamente el músculo que es el corazón), sino un corazón humano con el que amamos tú y yo.

            Así dio su vida nuestro Señor Jesucristo y así también encontramos muchos rasgos humanos, porque Jesucristo es verdaderamente Hombre.

            Lo vemos sonreír, pasársela bien con sus apóstoles.  También cuando la gente viene a pedirle algo; incluso esos niños que para los apóstoles les parecen molestos porque a lo mejor hacían bulla, no dejaban conversar y se metían…

            Pero ahí está Jesús que dice:

“Tranquilos, no molesten a los niños, dejen que se acerquen a Mí”

(Mt 19, 14).

            Aprovecha para decir que son un ejemplo; que esa sencillez de niño es lo que debemos imitar.

            Vemos que Jesús ama mucho y por eso llora cuando pierde a su amigo Lázaro.  Vemos que Jesús también se enfada por la dureza de corazón.

            Por eso también en los Evangelios encontramos esos rasgos humanos del Señor.  Vemos cómo sale al encuentro de los demás, a las necesidades de los demás.  No está metido en sus cosas y esto es muy importante para nuestro día a día: pensar en los demás.

            “Tenemos Señor que pelear todos los días contra ese hombre viejo del que habla san Pablo.  Ese egoísmo que nos lleva, a veces, a mirarnos a nosotros mismos, a ponernos siempre como en un pedestal.

            “Por eso, ayúdanos con esa luz del Espíritu Santo, a darnos cuenta cuando se ha metido en nosotros la soberbia, la vanidad, el orgullo…”

            Hay rasgos que nos permiten identificar cuándo se han metido estos defectos: cuando notamos que hablamos solamente de nosotros mismos; cuando buscamos ser el centro de atención; cuando nos ofendemos fácilmente por las cosas que nos pueden decir o si no nos han tomado en consideración…

            Allí encontramos esos rasgos que debemos erradicar, que debemos ir puliendo con la gracia de Dios.

LUCHA DIARIA

paz

Pero para eso necesitamos identificarlos, verlos y de allí, esa práctica tan bonita del examen de conciencia que nos ayudará a ver con los ojos de Dios, qué es lo que debemos quitar, solo así, en esa lucha cotidiana, en esos defectos.

Cada uno tiene sus propias luchas, cada uno ya las conoce o a lo mejor habría que conocerlas.  Conocer nuestros defectos, conocer ese campo de batalla que cada uno tiene que librar cada día.

A lo mejor, será estudiar bien, trabajar bien, levantarse a una hora, no perder el tiempo con videos, con redes sociales…

A lo mejor para otros, la pelea estará en ese desprendimiento de los bienes materiales, en el orgullo, en la soberbia… o peleando para cuidar ese amor limpio, puro, que es la santa pureza.

Solo así obtendremos esa paz, como leemos en el Evangelio:

“La paz les dejo, mi paz les doy.  No la doy Yo como la da el mundo”

(Jn 14, 27).

La paz que solamente Cristo nos puede dar, que es la gracia de Dios.  La gracia de Dios que es justamente Dios que habita en nuestra alma.  Solo así podremos obtener la verdadera paz.

No la paz que a veces uno puede pensar que tiene un día de playa (que la verdad es muy bonita), se puede pasar genial, pero sabemos esas vacaciones se pueden acabar.

En cambio, ya sea que estemos en la playa, en el trabajo, en el autobús, en la calle, en el salón, si estamos en gracia de Dios, si estamos con Dios, ¡qué paz! ¡Qué felicidad encontraremos en nuestro corazón!

Vamos a pedirle a María santísima que nos ayude a vivir así: esa paz de los hijos de Dios que es consecuencia de esa pelea cotidiana.


Citas Utilizadas

Hch 14, 19-28

Sal 144

Jn 14, 27-31

Mt 19, 14

Reflexiones

Ayúdame Señor a pelear todos los días contra el egoísmo.  Ilumíname con la luz del Espíritu Santo a darme cuenta cuando se me ha metido la soberbia, la vanidad, el orgullo…

Predicado por:

P. Ricardo

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