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P. Federico

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RUTINA

A veces necesitamos que Jesús vuelque las mesas de los cambistas que se han instalado en nuestras almas, que saque a los mercaderes (con sus bestias) que transitan allí dentro. No le tengas miedo. Al contrario: pídeselo.

Vamos con Jesús. Y después de un día intenso, un día bueno (¡muy bueno!), lleno de emociones, entramos en Jerusalén, en el Templo. Yo noto algo en tu mirada Jesús…

Tú, que eres parte de este grupo que acompaña al Maestro, lo notas también. Cruzamos miradas entre nosotros y nos encogemos de hombros, pues no sabemos decir de qué se trata exactamente. Pero de que aquí pasa algo, pasa algo. Se ve en la mirada de Jesús.

San Marcos apunta en su evangelio que después de observar todo atentamente, como ya era hora tardía, salió para Betania con los doce.

Al día siguiente volvemos a Jerusalén, volvemos al Templo.

“La casa de Dios tiene sus atrios, y uno de ellos, el de los gentiles, termina en un cercado de piedra que no pueden traspasarlo más que los judíos. 

Grandes letreros en griego y latín amenazan con pena de muerte al pagano que intente atravesarlo”

(Los defectos de los santos, Jesús Urteaga).

Y en el atrio del Templo de Jerusalén se cambian dracmas y estáteres por las únicas monedas que se admiten en el tesoro: los siclos. Todo israelita (a partir de los veinte años) debe pagar al Templo, como impuesto anual, medio siclo como

“Rescate por su vida”

(Ex 30, 12).

Es la ley. Es la costumbre (“This is the way” diría Mandalorian…).

Seguimos en el Templo, y por los rincones hay cambistas y vendedores de bueyes, ovejas, palomas y jaulas. Entre tanto caos no podemos recogernos en oración. Esto no está bien, no puede estar bien…

Ahora entendemos más el contenido de esa mirada de Jesús de ayer. Que es la misma que le vemos hoy. Porque Él ve lo mismo que vemos tú y yo.

“Y todo esto nos parece sorprendente, absurdo; el Templo es el único lugar designado al culto oficial de Yahvéh, desde los tiempos de Salomón. Y ahora la estancia de las plegarias se ha convertido en cueva de profanaciones. (…) El lugar de oración y culto se ha convertido en cueva de ladrones”.

Comentaba un sacerdote: “Hay algo que me ha llamado poderosamente la atención al leer esta escena en el Evangelio de san Marcos. Cuando Jesús, lleno de celo por la Casa de su Padre, vuelca mesas de cambistas y puestos de vendedores, no permitirá –dice el evangelista–

«que nadie transporte fardo alguno por el Templo».”

a Dios

QUE NO ME ACOSTUMBRE…

Se ve que la traducción que él tenía decía eso: “fardo”. Hay otras que dicen que transportaban “cosas”. Pero “fardo” es más expresivo. Transportaban bultos, paquetes, cosas… Pero cosas que no tienen nada que ver con el Templo.

“¡Y es que la Casa de Dios se había llenado de fardos! Mientras el culto se celebra de modo suntuoso; al tiempo que, con gran asistencia del pueblo judío, se realiza el sacrificio de la mañana y de la tarde y la ofrenda cotidiana del incienso, hay algunos que arrastran fardos por el Templo bajo la vigilancia de los mercaderes. 

Y es que había que elegir: las mercancías, que debían trasladarse desde el puente sobre el Cedrón hasta la ciudad alta, se transportaban a través de callejas y vericuetos con suelo de piedras y barro, o se arrastraban los fardos por la Casa de Dios.

Tal vez los sacerdotes que administraban el Templo, hace años, cuando lo vieron por primera vez, se llevaron las manos a la cabeza; pero hoy, después de tanto tiempo, se han familiarizado con lo insólito, con la rutina del bullicio, con la rutina de los cambistas, con la rutina de los fardos”

(Los defectos de los santos, Jesús Urteaga).

¡Qué yo no caiga en la rutina, Jesús! ¡Qué no me acostumbre a las cosas santas! Tengo miedo a la rutina. Porque soy capaz de arrastrar fardos (aunque sea en mi cabeza) mientras hago las cosas más santas.

Soy capaz de distraerme en Misa mientras los ángeles contienen el aliento, soy capaz de irme con la imaginación a las cosas más peregrinas, mientras Tú (¡delante mío en el Sagrario!) esperas que te dirija la palabra.

A Ti no te tengo miedo. Tengo miedo a la rutina. Tú, Señor, vuelca las mesas de los cambistas en mi alma, saca (¡a patadas si quieres!) a todos esos mercaderes, con sus bestias, que transitan mi alma.

RUTINA

CAPACIDAD DE ASOMBRO

¡Qué no me acostumbre Jesús! ¡Qué no pierda la capacidad de asombro!

Hace poco leí que, con el paso del tiempo, seguramente lo mismo que le pasó ahí en el Templo a los sacerdotes, “la capacidad de admirarse ante los acontecimientos se puede ir perdiendo”.

Los niños pequeños se asombran por todo. Basta el ruido de unas llaves, un papel de colores o algo brillante para que les atraiga la mirada y dejen de llorar, ante lo que hasta ese momento desconocían. En cambio, a los ancianos ya nada les sorprende. Una persona envejecida en el espíritu ha perdido la capacidad de asombro.

Y esto hay que trasladarlo a la vida espiritual o a lo que hace referencia a ella. Vemos a personas que se han acostumbrado (…) y han perdido toda la capacidad de asombro, y, lo que es más peligroso, han perdido la capacidad de agradecimiento. Y estas son ya palabras mayores.

Cuando uno deja de ser agradecido, y sobre todo a Dios, porque se atribuye a sí mismo lo que es obra Suya, y acaba pensando que las cosas salen por lo que uno es capaz de hacer. Que duro, nada más lejos de la realidad. El hacedor de todo es Él, y como no seamos agradecidos, dejaremos de reconocerlo”

(Reilusiónate, Jaime Sanz Santacruz).

Así como en el evangelio: el fruto es de Dios. Por eso Jesús también le puede reclamar fruto a la higuera, aunque no sea tiempo de higos. Porque no es por la higuera, es por Él.

¡Nosotros no somos capaces de hacer nada!

Como decía san Josemaría:

“¡Si lo nuestro es la derrota! La victoria es de la gracia de Dios”

(En diálogo con el Señor).

¡Qué no lo pierda de vista Jesús!

Porque sino, “además de pensar que las cosas suceden por lo que uno es capaz de hacer, me imagino que a Dios le entrarán ganas de no volver a intervenir en esa alma y en su entorno, porque, si no le damos las gracias por todo, es porque no valoramos lo que hace en nosotros y en los demás, y nos atribuimos los méritos divinos a nosotros. ¡Buena gana tendrá el Señor de concedernos más favores!” (Reilusiónate, Jaime Sanz Santacruz).

En todo caso tendrá ganas de volcar la mesa de nuestra soberbia o de decirnos como a la higuera:

«Que nunca jamás coma nadie fruto de ti».

A algunos les parecen duras las palabras contra la higuera y dura la escena en el atrio del Templo de Jerusalén.

Yo creo que pueden ser duras, pero son necesarias. Y son realistas. Realistas porque así es la realidad: a veces necesitamos que Dios nos mueva el piso para hacernos reaccionar.

TENER FE EN DIOS

A veces nos hemos acostumbrado a las cosas santas e incluso reclamamos frutos de parte de Dios, cuando somos nosotros los que lo deberíamos de darlos.

A ver, esto de la oración y de lo sobrenatural va en serio. No es algo para monotonías, para rutinas. Ni es el “condimento” que le agrego a lo que hago y “voilà”: Dios se luce simplemente porque tiene que lucirse, porque yo se lo he pedido… ¡No, eso no… Es otra cosa.

Sorpréndete con los apóstoles y escucha a Jesús que te dice, que nos dice:

Tengan fe en Dios. 

En verdad les digo que cualquiera que diga a este monte:

«Arráncate y échate al mar»,

Sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido. Por tanto les digo: todo cuanto pidan en la oración, crean que ya lo recibieron y se les concederá.

Y cuando se pongan de pie para orar, perdonen si tienen algo contra alguno, a fin de que también su Padre que está en los cielos les perdone sus pecados.

A mi me parece que simplemente es como decirnos: —Esto va en serio. Implica coherencia.

Madre nuestra, ayúdanos a que no nos entre la rutina, el acostumbramiento. Que no nos mate el pasar del tiempo…


Citas Utilizadas

Ecl 44, 1. 9-13

Sal 149

Mc 11, 11-26

Los defectos de los santos, Jesús Urteaga

Reilusiónate, Jaime Sanz Santacruz

En diálogo con el Señor, San Josemaría

Reflexiones

Señor, ayúdame a no acostumbrarme y no caer en la rutina que mata… Qué no pierda la capacidad de asombro en lo que a Tus cosas santas se refiere.

Predicado por:

P. Federico

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