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P. Ricardo

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JESÚS LLORA

Jesús entra en Jerusalén y llora porque la ciudad quedará destruida, porque no supieron recibirle, no sólo en lo físico, sino en sus corazones.

En Jerusalén hay una iglesia, entre tantas otras, que se llama la iglesia del Dominus Flevit (la iglesia de “El Señor lloró”).  Se encuentra sobre el Monte de los Olivos y se construyó allí ya hace muchos siglos.  Se construyó, se destruyó, se volvió a construir, a erigir… esta iglesia donde se conmemora el lugar donde Jesús, efectivamente, lloró y es lo que leeremos hoy en el Evangelio de San Lucas, en el Evangelio de la misa de hoy.  Ahí San Lucas recoge este episodio que viene inmediatamente después de la entrada triunfal de nuestro Señor en Jerusalén.

Nos acordamos porque lo celebramos el Domingo de Ramos, cómo Jesús entra con gloria, con mucho júbilo de parte de las personas, porque oyen que aquel Profeta ha llegado y entonces Jesús entra montando en un borrico y entonces la multitud, los discípulos, se llenan de alegría; comienzan a alabar a Dios en voz alta diciendo:

“Bendito el Rey que viene en nombre del Señor; paz en el cielo y gloria en las alturas”.

(Lc 19, 38)

camino Santa Teresa de Jesús, Panamá

Y esto es tan fuerte que

“los fariseos le dicen al Señor: Maestro, reprende a tus discípulos”

(porque empiezan a darle a Jesús los títulos del Mesías) y, entonces, Jesús les responde:

“Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras”.

(Lc 19, 39-40)

Y nos imaginamos que continúan los gritos de alegría, de júbilo, los vítores, esas alabanzas a Dios.

Poco tiempo después, el Señor se acerca y ve la ciudad, está en una parte donde puede contemplar la ciudad, puede contemplar el templo (que sería extraordinario, precioso…) y entonces nos dice San Lucas:

“Y cuando se acercó al ver la ciudad, lloró por ella diciendo: ¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!  Sin embargo, ahora eso oculto a tus ojos.  Porque vendrán días sobre ti en que no sólo te rodearán tus enemigos con vallas y te cercarán, te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho”.

(Lc 19, 41-44)

LA PROFECÍA DE JERUSALÉN

Es un Evangelio breve y duro al mismo tiempo por las palabras que Jesús pronuncia; y es una profecía, eso que Jesús dice en ese momento, se cumplirá varias décadas después, no muchos.  En el año 70, Jerusalén quedará arrasada por los ejércitos de Tito que entran, destruyen la ciudad, el templo es expoliado y ¿por qué el Señor dice esas palabras? ¿Por qué dice esta profecía? Es únicamente para predecir un hecho que se dará unos años después.

O hay algo más que nos quiere decir, que también les quiere decir a los suyos.  ¿Qué es Señor? Y es que este evento es tan importante que ha quedado recogido en la tradición, también en la vida de los primeros cristianos que erigen ahí una iglesia, la iglesia Dominus Flevit.

“Y el Señor lloró”

¿Por qué lloró Jesús? ¿Por qué lloraste Señor? Podemos preguntarle tú y yo ahora que estamos hablando con Él, que estamos haciendo nuestra oración.

En efecto, llega la comitiva que viene de un momento de jolgorio, de alegría y de pronto, Jesús llora; tú y yo nos ponemos ahí, estamos con el grupo de gente que le sigue, que también ha cantado Hosanna, ha cantado “Bendito el que viene en nombre del Señor” y de pronto Jesús, se echa a llorar; nos preguntamos qué pasa.

Y es que ese llanto expresa un deseo profundo en el corazón de nuestro Señor y es un deseo, una llamada a la conversión; en ese momento es una llamada a la conversión de Jerusalén, del pueblo judío que no le recibe.

San Juan, en su Evangelio en el primer capítulo, nos dice que el

“Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”,

(Juan 1, 14)

pero los suyos no le recibieron.  Él, el Mesías tan esperado, recogido y mencionado por los profetas con mucho detalle… no es recibido por los suyos.  Y nuestro Señor sabe que en un momento, Jerusalén quedará destruida y eso marcará un evento, un antes y un después en la vida del pueblo elegido, porque el templo quedará destruido y hasta ahora, de hecho, no se ha vuelto a construir, a reconstruir.

CONVERSIÓN

santidad
¿Qué significa el que no haya templo? Significa que no hay culto; significa que se ha destruido la casa que es la morada de Dios, donde Dios había descendido con Su poder, donde estaba el lugar de los sacrificios por esos pecados; el lugar de la Antigua Alianza.  Entonces, nuestro Señor quiere pedirles que se conviertan, que le reconozcan; no es un Dios que dice: ahora los voy a condenar, ahora los voy a destruir.  ¡No! Quiere que se conviertan los que están en ese momento, ese pueblo elegido.  Muchos también se convertirán, muchos creerán en Jesucristo.

Y, al mismo tiempo, también Jesús se dirige a ti y a mi, para que nos convirtamos. Y aquí pienso en el ejemplo de esos justos que encontramos en las Sagradas Escrituras, que reconocen a Jesús.  Por ejemplo, Zacarías, que es el padre de Juan el Bautista, en ese himno tan bonito que se llama El Benedictus, cómo también profetiza la llegada de Jesucristo, la visita de Jesucristo y cómo su hijo va a preparar la llegada del Mesías; o ese anciano Simeón y la profetisa Ana, que reconocen al Niño cuando es llevado por sus padres al templo en Jerusalén; cómo reconocen la llegada de Jesucristo y empiezan a hablar y que la gente se convierta.

Pues a nosotros el Señor también nos llama; no nos lanza una profecía así como la de Jerusalén, pero sí nos dice todos los días que nos convirtamos.  Tú y yo que pertenecemos a esa Nueva Alianza, porque cuando se destruyó Jerusalén en el año 70, los cristianos, no es que no les interesara, simplemente sabían que se cumplían las palabras de Jesús; sabían que había terminado definitivamente la Antigua Alianza y que la Nueva Alianza, a la cual nosotros ingresamos por el bautismo, había llegado a su plenitud.

LA ESPERANZA DE LA RESURECCIÓN

Así tú y yo tenemos esos medios para convertirnos y vivir cerca de Jesucristo y así no terminar destruidos.  Y ¿cuál es esa destrucción? Únicamente la muerte; porque para nosotros, la muerte es un cambio de morada, no es el fin, no es la aniquilación.  Es dura, por supuesto, a lo mejor hemos tenido que vivir muy cerca la muerte de alguien o un ser querido o alguna amistad en estos tiempos de pandemia y, al mismo tiempo, hemos experimentado la esperanza; la esperanza de la resurrección.

De la muerte no se escapa

Pues ¿cuál es esa destrucción? Es la destrucción del pecado.  El Señor nos enseña que Él está dispuesto a darnos su perdón y su gracia. ¿Dónde? En los sacramentos.  Y para eso es importante nuestra correspondencia fiel, ¿a qué cosa? A esos estímulos, a esos golpes que son suaves desde la gracia de Dios.  Son fuertes, pero no porque quiera quitarnos la libertad, sino porque quiere que reaccionemos.

CUIDAR NUESTRA CASA PARA QUE HABITE EL SEÑOR

Jesús llora

Pues mira en tu vida, con ese examen de conciencia que puedes hacer todos los días y ver dónde necesitas convertirte.  ¿Cómo debemos cuidar esa casa, ese templo del Espíritu Santo que somos tú y yo? ¿Cómo podemos limpiarlo? Es lo que decía San Ambrosio a un grupo de personas, en este caso lo que se llamaba el orden de las vírgenes, les decía: “Guarda esta casa, limpia sus aposentos más retirados para que, estando la casa inmaculada, la casa espiritual fundada sobre la piedra angular, se vaya edificando el sacerdocio espiritual y el Espíritu Santo habite en ella”.

Pues así, tú y yo, cada día cuidemos de esa casa, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro corazón, para que ahí pueda habitar plenamente el Señor.  Y, en ese ratito de examen, veamos qué cosa hay en nuestra vida, en nuestra alma, que desdice de esa casa, que impide que Jesús pueda habitar ahí o pues a lo mejor un rayón, algo que necesitemos limpiar, que debamos hacer un pequeño arreglo.  Vamos a pedirle al Señor que con su gracia nos limpie, nos cure.


Citas Utilizadas

Ap 5, 1-10

Sal 149

Lc 19, 38-44

Jn 1, 14

Reflexiones

Jesús, que yo tenga limpia mi casa en cuerpo y alma, para que puedas Tú habitar plenamente.

Predicado por:

P. Ricardo

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