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DÉJATE BESAR

déjate

El Evangelio de hoy recoge una de las parábolas más maravillosas, famosas y profundas, salidas de los labios de Jesús. Es san Lucas quien nos transmite esta imagen tan profunda de la misericordia de Dios.

Me refiero a la parábola del hijo pródigo, que también tendría que llamarse, como lo ha dicho Benedicto XVI, “la parábola del padre misericordioso”, porque es él el verdadero protagonista de todo este relato.

Jamás se ha descrito de una manera más sintética -con pocas palabras, de un modo más gráfico que queda registrado para siempre en la cabeza y en el corazón, de una manera más simple y profunda- el corazón misericordioso del Padre.

“Se levantó y vino donde estaba su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas…”.

“Su padre lo vio cuando todavía estaba lejos…” eso significa que el padre se asomaba cada tarde, cada mañana, muchas veces al día quizá, para atizar el camino de acceso a la casa, al campo, para dar con esa alegría profunda del regreso de su hijo.

NO SE CANSA DE PERDONAR

Y pasan las semanas, pasan los meses, quizá pasan los años y no se cansa de esperar: “Quizá mañana mi hijo volverá; quizá esta tarde mi hijo volverá”.

Por eso es tan elocuente este detalle que el Señor nos presenta: ve de lejos y en el mismo momento que lo descubre, de una manera incontenible, sale corriendo a su encuentro.

“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas y echando a correr…”.

Nos imaginamos a este señor mayor que tiene que arremangarse la túnica para no tropezar y se echa a correr, dispuesto a caerse, a tropezarse, a dar con una piedra, no importa, se le han conmovido las entrañas frente al regreso de su hijo de un país lejano.

“… y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”

(Lc 15, 20).

Pidamos al Señor ahora en nuestra oración: “Señor, que yo no me acostumbre a esta imagen tan tuya, tan de Dios, para así yo también admirarme frente a este padre bueno que no se cansa de perdonar.

Que se le conmueven las entrañas cada vez que nosotros nos acercamos arrepentidos para pedirle perdón por nuestras faltas -las que sean, muchas, pocas, alguna quizá especialmente grande- siempre se le conmueve las entrañas, siempre se mueve a misericordia, siempre está dispuesto a perdonar, ¡siempre!

DIOS CONOCE NUESTRA MISERIA

¡Qué admirable es esto! ¡Qué manera más gráfica de expresar el corazón de Dios! Se echa a correr y se le echa al cuello, lo cubre de besos.

Teniendo en cuenta de que el hijo venía de cuidar cerdos, sin aseo, sin limpieza, ‘pasado a chanchos’ como dicen en mi tierra, maloliente… y no le pide que se vaya a asear primero: “mira, anda, báñate, ponte una túnica nueva”, sino que no se puede contener y lo cubre de besos.

El padre bueno… pensemos en nuestro Padre Dios, la santidad misma, un Dios infinitamente bueno, que no duda en cubrir de besos a su hijo sucio, cubierto -por así decir- de la lepra del pecado.

Qué lejana esta imagen auténtica de Dios de aquella otra imaginaria de un Dios castigador, sancionador, buscando el momento para aplicar todo el rigor de la ley; es un invento del demonio.

Por supuesto que Dios conoce nuestra miseria y solo Él conoce el misterio de nuestra iniquidad, de lo que significa el pecado y, sobre todo, el pecado mortal. Pero frente a esa enfermedad nuestra, Dios lo único que quiere es sanarnos, liberarnos.

Déjate sanar, déjate liberar, déjate limpiar, déjate cubrir de besos de misericordia. No te retraigas frente al abrazo tierno de un Dios que no se cansa de perdonarnos.

CONFIAR EN LA MISERICORDIA DE DIOS

Podría haber sido tan distinto, nos hubiese parecido tan bonita la parábola, por así decir, en que viendo el padre que se acercaba su hijo desde la ventana, esperó paciente en su despacho y le pidió a uno de sus sirvientes que lo mandara a llamar.

Y teniéndole enfrente le dijo: “Hijo mío, ¿por qué hiciste esto? ¿No te das cuenta cuánto he sufrido? ¿Cuánto te he echado de menos? ¿Qué te pasó? Estoy dispuesto a escucharte y también a perdonar…” No hay nada de eso, sale corriendo, no se puede contener.

Esto es muy humano y, como acabamos de leer, expresa ese amor que le surge de lo más profundo de sus entrañas a través de los besos sobre la piel sucia de su hijo.

Cómo no aprender con esta parábola, meditándola en la tranquilidad de la oración; cómo no aprender a confiar en la misericordia de Dios.

¿Qué significa esto? Significa exponerle nuestras heridas, no ocultarle nuestras heridas, no vendar nuestras heridas.

Mal negocio quien venda sus heridas para parecer sano, porque tarde o temprano esas vendas van a pudrir. En vez de airear, ventilar y sanar, están cubiertas y luego el proceso de descomposición avanza, precisamente, porque se ha cubierto una herida de falsedad.

DEJARNOS PERDONAR

Aprendamos a mostrarnos ante el Señor tal cual somos. Tengamos esa misericordia con nosotros mismos de dejarnos perdonar. Déjate perdonar, para así también experimentar el perdón a uno mismo.

Quien sirviéndose de un concepto bastante curioso de la misericordia de Dios como si fuese una especie de ‘freepass’, un pase libre para pecar piensa: “no, total Dios es misericordioso…”

En el fondo es una actitud cruel con uno mismo, porque no te permite que Dios te perdone. Esa actitud te distancia del abrazo misericordioso de Dios y al final, como te decía, termina siendo una crueldad, porque la herida está por dentro, la enfermedad está, no mengua.

Incluso, se hace quizás más lacerante, más dolorosa. Entonces lo que parece una actitud abierta, comprensiva, si solo se queda en esa actitud y no da el paso hacia la verdad de reconocer nuestro pecado o de ayudar al otro, a la otra, a que reconozca su pecado, entonces esa actitud es aparente en su misericordia.

Es una misericordia superficial, epidérmica y lo que Dios quiere es, precisamente, que nuestra miseria sea sanada en lo más profundo de nuestro corazón. Misericordia, misere corde, la miseria en el corazón; la miseria nuestra en el corazón de Dios y allí, purificada, recuperamos la libertad. Entra el aire nuevo de sabernos y sentirnos hijos de Dios.

Contemplemos, entonces, una vez más, a este padre que sale al encuentro del hijo, que no se detiene, no hay nada que le impida manifestar su ternura, su cariño, su amor.

Que la misericordia de Dios sea la fuente más importante, más profunda de nuestra alegría.

Se lo pedimos a la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra: ayúdanos a vivir así.

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