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DOÑA ANA

ANA LA PROFETISA, ORACION,

EN PLENA OCTAVA

Quiero comenzar este rato de oración felicitándolos a todos por la Navidad. Estamos en la Octava, es decir, un solo gran día de fiesta que se expande a lo largo de toda esta semana.
Qué alegría poder decir: Jesús ha nacido. Es el Emanuel. El Dios con nosotros. Y qué alegría -todavía más intensa- poder decir: Jesús ha nacido por mí, porque se ha hecho hombre para rescatarme a mí de mi debilidad, de mis miserias y pecado. Dejarse rescatar por Cristo, que desde su humildad en Belén se nos hace tan atractivo; tan ganas de ir corriendo hacia ese lugar sagrado y abrazar al Niño, y comérselo a besos, como le gustaba decir a san Josemaría.
Que la oración de estos días de Navidad sea muy buena, muy afectiva también. Tratar al Señor con ternura, con cariño, como lo hacen las madres con sus hijos recién nacidos, como lo haría, lógicamente, la Virgen y san José.

TIEMPO DE NAVIDAD

Tenemos que entrar en esta familiaridad con Dios nuestro Señor hecho Hombre. Así, en un momento de silencio, recogidos en la oración, besamos sus pies, nos dejamos abrazar por sus bracitos que apenas rodean nuestro cuello. Y este tipo de oración sencilla, filial, es capaz de reparar un corazón herido, dar fuerzas a quien está cansado o fatigado del camino.
No se trata de buscar emociones o sentimientos, sino dejar que la afectividad reaccione frente a esta grandeza del amor de Dios por nosotros, que se hace hombre, y no de cualquier manera: se presenta ante nosotros así, pobre, desvalido, necesitado, como diciéndonos a gritos sin todavía poder hablar, te necesito. Necesito de ti. Necesito que me dejes entrar en tu vida, en tu corazón, para llenarte de cosas buenas, de vida, vida sobrenatural, vida eterna. Llenar nuestra vida de sentido es lo mismo que llenarla de Cristo.
Sigamos avanzando en este tiempo de Navidad, cada uno como quiera, a su manera, pero ahí está el Señor disponible para cada uno de nosotros.

ANA LA PROFETISA

En el evangelio que leemos hoy, que está tomado de san Lucas en el capítulo segundo, podemos hacer una reflexión. Dice lo siguiente:

“En aquel tiempo había una profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años.” (Lc 2, 36).

Una profetisa, es decir, una persona con un don especial del Espíritu Santo para anunciar la verdad, con especial sensibilidad, con la verdad. No es que fueran personajes así misteriosos, sino quienes han recibido un carisma que tiene mucho que ver con el anuncio. Y en este caso se trata de una mujer ya muy avanzada en años.
Continúa el texto:

“De joven había vivido siete años casada y luego viuda hasta los ochenta y cuatro.”(Lc 2, 36-37).

Claro, 84 años en esa época es mucha edad. Lo es ahora y no digamos entonces que las expectativas de vida serían bastante más reducidas que las nuestras actuales. Y esta mujer, Ana, 84 años, tantos años de viudez, dice el texto:

“No se apartaba del templo sirviendo a Dios con ayuno y oraciones noche y día”.(Lc 2, 37).

AYUNO Y ORACIÓN

Son de esas personas, bueno, es muy extraordinario este personaje, pero que sostienen la Iglesia. Ocultamente, nunca darán para un titular en una revista de iglesias, siquiera, y sin embargo, mujeres u hombres mayores -si es el caso-, que rezan, rezan con fe y sostienen la Iglesia, decíamos. Y en este caso, además, lo dice con mucha fuerza el texto, porque lo hace sirviendo Dios con ayunos y oraciones.

Ayunos. Me quería detener en este punto. Pensar que el Señor espera de nosotros una oración que por supuesto es con la cabeza, como ahora ¿verdad? tratando de hacer oración con la cabeza, pero también es con el corazón. A eso hacíamos referencia al comienzo de este comentario: rezar con la cabeza, rezar con el corazón, con la afectividad.
Pero también hay que rezar con el cuerpo, como Ana la profetisa, hija de Fanuel. Ella entendía que Dios le pedía que, a pesar de sus limitaciones, fuera capaz de ofrecerle sacrificios, en este caso pasando un poco de hambre -ayunos y oraciones noche y día. Para que no despreciemos, sino todo lo contrario, valoremos muchísimo la oración del cuerpo.

HACER ORACIÓN CON EL CUERPO

¿Sabes ofrecerle al Señor pequeños sacrificios? ¿Sabes regalarle a Jesús un poco de frío o de calor, o de hambre o de sed? ¿Sabemos espiritualizar nuestra corporeidad? Precisamente porque sabemos ofrecer al Señor y así consolar su hambre, su sed. Jesús pasa hambre, sed, no físicos, pero sí hambre de amor, sed de amor. Y cuando nosotros sabemos ofrecerle al Señor un sacrificio, también con el cuerpo, estamos consolando el corazón de Cristo, herido por nuestros pecados, también aquellos que provienen de la sensualidad.
¿Cuánto se ofende a Dios por impureza? Qué postergada se presenta en tantos ambientes la virtud de la castidad. Es la despreciada, la olvidada, la virtud cenicienta, de la que nadie quiere hablar. Y, sin embargo, tiene un valor inmenso, precioso, maravilloso. Y una de sus componentes -ésta, la castidad-, es saber rezar con el cuerpo, ofrecerle al Señor pequeños sacrificios que a todos nos hacen mucho bien.

CAMBIOS BASADOS EN EL AMOR

Proponte entonces quizá sustituir la queja por un acto de amor. Señor, que en vez de quejarme, mirándote a ti allí en el portal de Belén o en la incomodidad del viaje a Egipto, mirando a María y a José, aprenderé a no quejarme, aprenderé a ofrecerte las cosas con alegría. Y así también nosotros como esta viuda Ana, estamos alabando a Dios.
Dice el texto de San Lucas:

“Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel”. (Lc 2, 38).

Misterioso personaje. Toda su vida, muchos años esperando el momento de mostrar a Jesús, de alabar a Jesús, el Dios hecho hombre; de hablar con alegría, con toda la fuerza de su ser, de que ha llegado el Mesías esperado de siglos.
También nosotros tenemos, con nuestra cabeza, con nuestro corazón, con nuestra vida, con todo nuestro ser, decíamos también con nuestro cuerpo, hablar del Niño.

¿PORQUE?

¿Por qué estás tan contento? ¿Por qué estás tan contenta? Te podrán preguntar. ¿Por qué? Porque tengo a Dios, porque tengo al Señor en mi corazón, porque vivo en la gracia de Dios, porque el Señor me perdona mis pecados en la confesión y me alimenta con todo su ser en la divina Eucaristía. Porque hago oración, lo trato; porque está presente en mi vida; porque sé ofrecerle pequeños vencimientos.
Termino con unas palabras de san Josemaría que habla del sentido de la penitencia y de la mortificación, que es lo que hemos visto en esta profetisa Ana. “La mortificación es la sal de nuestra vida. Y la mejor mortificación es la que combate -en pequeños detalles, durante todo el día-, la concupiscencia de la carne [es decir, la sensualidad], la concupiscencia de los ojos [el afán de poseer, consumir, comprar] y la soberbia de la vida [el orgullo].
Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos”. (Es Cristo que pasa, 9).
Bueno, es una invitación de san Josemaría a buscar este espíritu de penitencia o de mortificación en las cosas de cada día.

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