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NO ES SOLO LA SERPIENTE

Caín

Para estos diez minutos, había pensado que nos fijemos no en el Evangelio, como muchas ocasiones lo hemos hecho, sino en la primera lectura, porque desde hace algunos días estamos haciendo un repaso del Génesis desde los primeros versículos.

Desde la creación del mundo, la creación del hombre y de la mujer, el pecado de nuestros primeros padres y su expulsión del paraíso.

Aquel primer pecado de desobediencia y de rechazo a la voluntad de Dios.

“Tú Señor eres quien decide ese castigo”. A los que no nos gusta oír hablar de castigos suena como algo abusivo o excesivo, pero sí lo cierto es que el uso de nuestra libertad para bien o para mal tiene consecuencias.

“Tú Señor -decíamos- dictas esa sentencia, ese castigo por ese primer pecado pero que, al mismo tiempo, encierra una promesa, la promesa de redención del Salvador”.

En la primera lectura de hoy, se nos narra (podríamos verlo así) el segundo pecado de la historia.

Podríamos hacer, incluso, un paralelo entre el primero y este segundo.  Vamos a fijarnos en algunos detalles.  Dice la narración del Génesis:

“Eva concibió y dio a luz a Caín y después a su hermano Abel.  Ambos tenían un oficio: Abel era pastor de ovejas y Caín, a su vez, cultivaba la tierra”.

Hemos escuchado este relato muchas veces, cómo ofreciendo el fruto de su trabajo al Señor, Caín ofrece a Dios los frutos de la tierra y, a su vez, Abel la grasa de sus ovejas.

“Pero Tú Señor te fijas en la ofrenda de Abel, pero no en la de Caín”.

EL AMOR DE DIOS

Antes de pasar a lo siguiente, aquí esto no suena mucho al Evangelio, porque toda la Sagrada Escritura, todo el libro revelado, nos habla en el fondo del amor de Dios que, a lo largo de la historia de la salvación, se va manifestado y se va revelando cada vez más hasta la plenitud de la revelación que es Jesucristo.

Pero fíjate aquí ya vemos esa mirada de Dios al corazón del hombre.  Esto es una constante en toda la Sagrada Escritura, en toda la historia de la salvación.  “Tú Señor te fijas en nuestro corazón, es lo más importante.

¿Por qué Tú Señor te fijas en la ofrenda de Abel y no en la de Caín?” Lo sabremos por lo que viene después en el relato.

En definitiva, por las intenciones, por lo que hay en el corazón de Abel y echa en falta en el corazón de Caín y, por tanto, en sus obras, en su ofrecimiento.

Caín se enfureció y andaba abatido.  Es entonces, que el Señor toma la iniciativa y le habla a Caín.

“Caín, ¿por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?”

¡Caray! “Tú Señor no solo te fijas en el corazón del hombre para juzgar o para definir salvación o condenación, te fijas en nuestro corazón con amor.  Nos miras con mirada de Padre, de un Padre amoroso que sabe reconocer los sentimientos de sus hijos y sabe acercarse a él”.

Fíjate en este momento le habla a Caín, incluso con cariño, con comprensión, porque le hace reflexionar sobre su actitud.  “¿Por qué estás así? ¿No estarías mejor si hicieras bien las cosas?”

CAÍN

Es muy llamativo el modo tan cercano con el que el Señor le habla a Caín.  Casi, diríamos, tiene un sabor al Evangelio (lógicamente por lo que hemos dicho antes).

¡Qué pena Caín! En vez de reaccionar con un corazón sensible, como el que le muestra Dios, una respuesta lógica a una voz cercana como la tuya Señor, lo lógico sería recapacitar, enmendar el error, ser humilde; en definitiva, ser humilde; reconocer la verdad.

Pues no reacciona así.  ¿Qué habrá pasado en los entresijos del corazón de Caín? Que lo siguiente que nos narra el Génesis es:

“Le dijo Caín a su hermano: “Vamos al campo””.

Esta expresión casi nos da escalofríos, “vamos al campo”, ¿por qué? Porque sabemos lo que pasará después.

Suenan esas palabras que en sí mismas son inofensivas.  La verdad, es que nos hacen temblar porque sabemos con qué corazón son dichas esas palabras. “Vamos al campo…”

“Y cuando estaban en el campo Caín atacó a su hermano Abel y lo mató”.

¡Qué sangre fría! Había premeditado todo: “vamos al campo”, ya sabía lo que iba a hacer.

“El Señor dijo a Caín: “¿Dónde está Abel tu hermano?” y él respondió: “No lo sé, ¿soy yo el guardián de mi hermano?””

(Gen 4, 1-9).

Hagamos ahora un paralelo rápidamente con el primer pecado.  Aquí no aparece la figura del tentador, no aparece la temida serpiente que le dice cosas para persuadirlo, para conquistar el corazón limpio de Caín… no está.

Es que parece que de las entrañas mismas del hombre hay algo que lo inclina al mal.  No vemos aquí más que las consecuencias de ese primer pecado, incluso diríamos, con un agravante.

Y es que Caín no da el primer paso de arrepentimiento, no se muestra avergonzado de lo que ha hecho.

CORAZÓN DURO

Nuestros primeros padres -lo narra el génesis también- se van a esconder de Dios, sienten esa vergüenza interior, esa ausencia profunda de la amistad con Dios.

En este caso, es Dios quien busca a Abel.  Hay algo así como un endurecimiento del corazón del hombre y esto es una indicación importante para ti y para mí.

“Es verdad, a veces tenemos que luchar contra el demonio, contra el enemigo, contra sus asechanzas, pero hay que reconocer también Señor tantas veces, soy yo; soy yo el del corazón duro, soy yo el que se aleja de Ti.

Sí, es que sería muy fácil echarle toda la culpa al demonio: “No, la culpa la tuvo él”.  No Señor, soy yo”.

Por eso pienso que esta lectura nos invita, primero, a apreciar el gran deseo de Dios de la paz de nuestro corazón, de que seamos santos, de que seamos buenos realmente en su presencia.

En este caso, una invitación a la paz, a la concordia, a la armonía… una paz del corazón que se proyecta a mi relación con los demás, porque cuando no hay paz en el corazón -como ocurre en esta escena con Abel-, eso va, se traslada a la relación con los demás en forma de violencia, de crítica, a veces de murmuración, de discordias, de peleas, de venganza de muerte, como en este pasaje.

En el fondo, el mismo Señor nos lo ha dicho.  Lo dice el Evangelio:

“Si vas al Templo a presentar tu ofrenda y allí te acuerdas de que estás peleado con tu hermano, deja allí tu ofrenda y ve a reconciliarte con él, luego vuelves”

(Mt 5, 23-24).

NUESTRO TRATO CON LOS DEMÁS

El Señor ve nuestro corazón y ve cómo tratamos a los demás.  Por eso, nuestra vida cristiana tiene, necesariamente, que reflejarse en nuestro trato con los demás, los más cercanos, los más lejanos quizá, el Señor lo ve; esa es su voluntad.

Yo me he encontrado personas que quizá tienen muy buenos amigos, grandes amigos, pero a veces en casa no saben convivir con sus hermanos; fácilmente caen en la pelea, en la riña, la discordia en casa.

Este es un punto de una división de mi vida cristiana, una ruptura de lo que Dios quiere para mí y, en el fondo, una gran incoherencia que me impide ser feliz, al modo en que Dios quiere y me llama a vivir.

Vamos a pedirle a nuestra Madre santísima, ella que es nuestra Madre común: Madre, ayúdame a no guardar rencores, a aprender a no desperdiciar de esa manera mi corazón, rencores, recuerdos de ofensas, ¡qué desperdicio!

Ayúdanos a vivir esa caridad valiente del pedir perdón, de disculpar, de aprender a reconciliarme para estar en paz con Dios y con los demás.

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